Besa, el código musulmán que salvó judíos

Antigua tradición albanesa que habla de socorrer y cuidar a quien está en apuros, durante la II Guerra Mundial la Besa guió la conducta de una nación que albergó y ocultó a miles de judíos durante la ocupación nazi. El fotógrafo norteamericano Norman Gershman retrató a los descendientes de aquellos héroes anónimos y busca ahora evitar que su gesto caiga en el olvido


Fernanda Sandez Para LA NACION

na vieja creencia judía habla de los Lamed Wufniks, o los treinta y seis hombres justos. Son ellos los que, por la rectitud de sus actos, justifican y absuelven al mundo ante Dios. Un viejo proverbio albanés habla también de ese cruce entre lo divino y lo humano, y hasta indica una de las maneras de lograrlo. Según el dicho, cuando alguien abre su casa a otro que necesita ayuda esa casa ya no es suya, sino de Dios.

Se vuelve santuario. Y eso es precisamente lo que -aunque recién ahora lo sepamos- fue Albania para miles de judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial. Un lugar de amparo, a salvo de deportaciones y asesinatos, al que algunos llegaron incluso a llamar “la tierra prometida”. En la Europa ocupada por los nazis, hubo sólo dos países cuyos gobiernos se negaron a elaborar listas de ciudadanos judíos y entregarlas a los alemanes: uno fue Dinamarca; el otro, Albania. No por casualidad, y al revés de lo que sucedió en el resto de los países del continente, la población judía en Albania (que según el censo de 1931 era de 204 personas), lejos de disminuir, se había multiplicado al menos por diez hacia el final de la guerra. ¿La razón? Besa , le dicen los albaneses. La expresión -que podría traducirse como “palabra de honor”- habla de un hecho cultural único, netamente albanés y cuyo origen, dicen, es antiquísimo. Para los albaneses la Besa es tan antigua como el mundo y el mundo existe, en última instancia, gracias a este acuerdo colectivo que habla de socorrer al que está en apuros y de vernos reflejados en él, porque todos somos criaturas de Dios. Besa es, al mismo tiempo, una obligación moral y un código de honor centrado en el cuidado del otro, en especial de aquel que llega hasta nuestra puerta pidiendo auxilio.

“Yo sabía de polacos salvando a judíos, franceses salvando a judíos. Pero, ¿musulmanes? ¿Quién iba a creer eso? Por eso mi reacción cuando me enteré de esta historia, siendo judío y siendo sufí, fue querer viajar a Albania y saber más”. Norman Gershman, al teléfono desde su casa en Colorado, hace vibrar cada palabra como si también él estuviera escuchando por primera vez lo increíble. Como si no hubieran pasado ya casi ocho años desde la primera vez que oyó hablar de aquella historia prodigiosa que cambió su vida para siempre: la de los musulmanes que, en plena guerra, recibieron y defendieron de la persecución nazi a miles de judíos en fuga. Perfectos extraños todos ellos, venidos de Grecia, de Polonia, de Alemania, de Montenegro. Perfectos humanos también todos ellos, en perfecto estado de necesidad.

Gente asombrosa

Albania es, hasta hoy, un país pobre. El más pobre de Europa y mayoritariamente musulmán, y por cierto que bastante alejado del clásico estereotipo turístico europeo. Aquí no hay góndolas, grandes monumentos ni fabulosas colecciones de arte. Aún en la capital, Tirana, la luz y el agua son servicios intermitentes, y el estado general de las carreteras es una invitación a mirar las montañas de lejos. Hasta allí llegó en 2003 Norman Gershman, con su cámara y sus preguntas. Y gracias a la intervención de la Asociación de Amistad Albano-Israelí pudo entrar en contacto con aquella historia acallada durante sesenta años. Por el régimen comunista que siguió a la guerra, primero, y por las ganas de olvidar tanto horror, después. Pero también por algo que se desprende de los mismos relatos de los descendientes de aquellos héroes silentes: la certeza de que estaban haciendo lo correcto, y nada más que lo correcto.

“Sí, mi familia salvó familias judías durante la guerra. ¿Y qué?”, fue la reacción más habitual ante la inesperada llegada de los visitantes. Nadie veía nada especialmente notable en cumplir con la Besa. “¿Por qué mi padre salvó a un extraño arriesgando su propia vida y la de todos en el pueblo? Porque era un musulmán devoto y para él salvar una sola vida era entrar en el paraíso”, explica Alí Sheqer Pashkaj, uno de los cientos de retratados por Gershman para su proyecto Besa: los musulmanes que salvaron judíos durante la Segunda Guerra Mundial , desde 2007 convertido en exposición itinerante y desde 2008 vuelto un libro bello y extraño. En él, los que miran a cámara no son los rescatadores sino sus hijos y sus esposas, sus nietos. Los que quedaron para recordar y también para preservar los objetos que los refugiados dejaron atrás en su huida: una máquina de coser, algunos caracoles, libros de oración, fotos, vajillas. La promesa que tiene también que ver con eso: con la guarda amorosa de lo que otros amaron, con la preservación de eso que otro dejó en nuestras manos. Aunque eso sea, a veces, nada más que una buena historia.

El padre de Alí Pashkaj, por caso, llamado también Alí, tenía el equivalente a un almacén de ramos generales y hasta allí llegó un día un contingente de soldados alemanes y diecinueve prisioneros albaneses. “Entre ellos, un muchacho judío al que planeaban fusilar de inmediato. Mi padre hablaba un excelente alemán, así que invitó a los soldados a pasar y les dio comida y vino hasta dejarlos completamente borrachos. Mientras tanto, escondió una nota en un pedazo de melón y se lo dio al muchacho judío. Mi padre le decía que saltara del transporte en cierto lugar y que se escondiera en el bosque”. El muchacho cumplió las órdenes y los nazis se enfurecieron tanto que volvieron donde Alí, buscando venganza. Hicieron un simulacro de fusilamiento y amenazaron con incendiar el pueblo, pero el hombre no habló. Finalmente, cuando los nazis se fueron, regresó al bosque, ubicó al chico y lo ocultó en su casa hasta el final de la guerra. “Su nombre era Yasha Bayuhovio. Había treinta familias en aquel pueblo, pero ninguna supo jamás que mi padre escondía a un judío. Yasha todavía está vivo. Es dentista y vive en México”, cuenta. Y, a modo de prueba, Alí hijo aceptó posar sonriente para el libro de Gershman junto a unas copas de cristal, fotos de su padre y otra de Yasha ya a salvo, del otro lado del océano y sonriendo a la sombra de un enorme sombrero de chamaco.

Campesinos, panaderos, labradores. Señoras de su casa, almaceneros y granjeros. Así es la gente que muestran los retratos. Gente de palabras cortas y miradas largas. Héroes de bajo presupuesto todos, cuyos descendientes siguen viviendo en las mismas casas de puertas descascaradas de siempre, donde hasta una lámpara suena a lujo. “La mayor parte del pueblo es gente muy sencilla y muy pobre. Pero, a la vez, son personas asombrosas. No tienen ningún prejuicio acerca de si uno es judío, católico o musulmán. En Albania hubo un acuerdo colectivo de parte de la gente para salvar a otra gente que en la mayoría de los casos eran refugiados”, destaca el fotógrafo. Y desde la Asociación de Fraternidad Albano-Israelí, (AIFA), el profesor Saimir Lloja agrega que “Besa es la regla de oro, es un código moral, una norma de conducta social, además de una antigua tradición. Para el Kanun, que es el antiguo protocolo para la sociedad albanesa, el concepto de ´extranjero´ no existe, sino sólo el de ´invitado´. Besa se trata, en esencia, de no ser indiferentes ante alguien que sufre o es perseguido. Es una autoexigencia moral que le pide a cada albanés que viva honestamente, francamente, y que -llegado el caso- también se sacrifique”. Hasta el momento, según Lloja, se ha documentado el rescate de 3240 judíos durante la guerra, pero “aun seguimos documentando nuevos casos”, precisa este hombre que además editó dos libros sobre el rescate de los judíos en Albania.

Dios en blanco y negro

“Lo bello permanece oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad”, decía Minor White. Tal vez por eso, cada uno de estos retratos está habitado por algo poderoso que vive en el fondo de cada mirada. Como la de Baba Bardhi, líder de los Bektashi, una secta musulmana con siete millones de devotos en todo el mundo y cuyo eje formal está en Tirana. “Somos los más liberales entre los musulmanes. Nuestras prácticas religiosas se desarrollan en la lengua del país en el que vivamos. Ataturk nos expulsó de Turquía a principios de la década de 1920 por negarnos a desprendernos de nuestros hábitos religiosos en público. Fue entonces cuando nos mudamos a Tirana”, recuerda. Baba se abre a la cámara y a la evocación en un mismo gesto de entrega, casi religioso. El, el hombre de las mezquitas pintadas de verde (para los Bektashi, el verde es el color de la naturaleza y también el de Dios) recuerda entonces que “en tiempos de la ocupación nazi el primer ministro era Meri Frasheri, también miembro de Bektashi. El se negó a facilitar el nombre de los judíos a los ocupantes nazis, y organizó una red encubierta de Bektashi para asistir a todos los judíos, ciudadanos y refugiados. El dio la orden secreta: ´Todo niño judío debe dormir con nuestros niños, comer nuestra comida y ser una sola familia´. Es que nosotros, los Bektashi, vemos a Dios en todos lados, en todos los seres. Dios está en cada poro, en cada célula, y por lo tanto somos todos criaturas de Dios”. Pero aquí, en el país de ciudades con nombres de cristales que se rompen (Metrovica, Prístina, Puka), vale recordar que no sólo los musulmanes más devotos ayudaron a los fugitivos. También hubo familias como la de Alí Kazazi, quien sin ser “un hombre muy devoto”, según dice su hijo, refugió por seis meses en su casa a la familia Salomón. “En mi barrio en Tirana todo el mundo, incluidos los chicos, sabía que nosotros estábamos refugiando a una familia judía. Eran David y Esther Salomón, junto con sus hijos, Matilda y Memo. Les dimos nombres musulmanes a toda la familia. Nuestros padres no eran muy religiosos pero ellos creían en el Corán, y en Besa. Sin Corán no hay Besa, sin Besa no hay Corán”, asegura. Pero también hubo familias coptas, católicas y ortodoxas abriendo sus puertas y cerrando sus bocas, siguiendo ese mismo pacto compartido de ayudar al otro. Todos ellos encarnaron, por un momento, a los Lamed Wufniks del viejo relato judío. A los 36 justos. Y precisamente por eso también muchos fueron distinguidos, en 2007, con el más alto galardón que concede el estado de Israel a un no judío: el premio Justos entre las Naciones. Treinta y cinco de las familias retratadas por Gershman recibieron así, casi medio siglo después, su inesperado premio. Algunas incluso viajaron a Israel, y retomaron el contacto con sus antiguos huéspedes. La historia se volvió también un libro, una muestra itinerante de 30 retratos que ya pasó por Italia, Estados Unidos y Canadá, y que en este preciso momento se exhibe en Gran Bretaña. Se convirtió también en una película ( Besa: La promesa ) que ya está en etapa de posproducción, y hasta en un proyecto educativo para las escuelas elementales y medias de Nueva York que tiene al fotógrafo más que entusiasmado. Para él, ningún esfuerzo será excesivo si de lo que se trata es de expresar su agradecimiento a los musulmanes albaneses y de difundir el mensaje profundo de Besa, que no es otro que el de comprender y respetar al otro como lo que es: un hermano.

Un par. Uno mismo, bajo un cielo en armas.

© LA NACION

https://www.lanacion.com.ar/opinion/besa-el-codigo-musulman-que-salvo-judios-nid1343534

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